Este es el segundo de una serie de artículos extraídos de un pequeño dossier de 61 páginas que elaboré en diciembre de 2008. La parte primera fue publicada el pasado día 17 de febrero.
Al final del artículo encontrarán un archivo que incluye el índice del dossier original (donde se puede consultar por adelantado la temática de los próximos artículos) y la lista con los nombres de los autores cuyo trabajo he muestreado.
[...] El patrón oro decimonónico
Aunque, como hemos visto, el oro ha sido a menudo dinero y, por tanto, ha habido varios patrones oro, cuando se habla de “el” patrón oro se hace referencia a la forma en que se organizaba el sistema financiero internacional en el siglo XIX. Recordemos que consistía en algo tan simple como definir una divisa en términos de oro. Así, por ejemplo, el dólar americano estaba definido como una veinteava parte de una onza de oro. Y la libra esterlina era aproximadamente una cuarta parte de una onza de oro. Es decir, tener un dólar equivalía a tener un “vale por 1/20 onzas de oro”. Puesto que la definición de cada divisa en términos de oro era fija, bien podríamos decir que existía una única divisa mundial, que era el oro.
Cuando un banco emitía esos billetes, sabía que a partir de ese momento podía presentársele un cliente con alguno de ellos exigiendo al banco que se lo cambiara por la correspondiente cantidad de oro. Los bancos, comprensiblemente, se guardaban muy mucho de emitir dinero a lo loco; muy al contrario, trataban de mantener una relación sensata entre el dinero que habían emitido y sus propias reservas de oro.
De esta manera, cuando el público desconfiaba de algún banco y se formaban largas colas ante sus oficinas para retirar el dinero, la mayoría de clientes conseguía salir con oro en sus manos. Así, conservaban su riqueza mayormente intacta, por muchas dificultades que hubiese en el sistema bancario. Nada que ver con lo que sucedería un siglo más tarde.
Hasta aquí puede verse que las ventajas de ese sistema para la gente común eran considerables, a costa de exigir una enorme disciplina a los bancos emisores. Pero las ventajas no terminaban aquí, ni mucho menos.
El verdadero Siglo de Oro
Recapitulemos. Los bancos emisores iban sacando dinero al mercado a un ritmo muy semejante al del aumento de las reservas de oro. Si un banco violaba este principio y emitía demasiados billetes no respaldados por oro, se le retiraba la confianza y, en el peor de los casos, tenía que cerrar. Pero el dinero respaldado por el oro de bancos más sensatos mantenía su valor y los ciudadanos no tenían que pagar por las fechorías de los banqueros.
Un dinero mundial que mantiene su valor estable a lo largo de las décadas tiene dos importantes consecuencias:
Primera: los precios se mantienen estables, es decir, la inflación es insignificante.
Segunda: los tipos de cambio (precio de una moneda extranjera expresado en términos de la nacional) son estables, es decir, no es que se hagan esfuerzos para mantener una paridad fija artificial sino que no existen presiones que pongan en peligro ese equilibrio, lo cual es una bendición para el comercio internacional.
Puede entenderse que con una inflación bajo control, un gasto público bajo control, unos bancos emisores bajo control y un tipo de cambio bajo control, la tranquilidad económica era tal que prosperar económicamente se convirtió en lo normal.
Tal fue la situación financiera mundial durante el siglo XIX, desde las Guerras Napoleónicas hasta la Primera Guerra Mundial.
Oro o guerra
Puesto que la cantidad de dinero que podía emitir el sistema estaba limitada por la cantidad de reservas de oro, y puesto que la cantidad disponible de oro aumenta muy poco de un año para otro, la cantidad de dinero que se emitía anualmente no variaba mucho. Los gobiernos, por tanto, no podían echar mano de la máquina de imprimir billetes para financiar gastos extraordinarios.
Tanto era así que cuando había enormes gastos “inevitables” como las guerras, solían suceder dos cosas:
Primera y principal: se hacía todo lo posible para acabar con la guerra cuanto antes para no poner el sistema en apuros.
Y segunda: si la cosa era muy seria, se suspendía temporalmente la paridad de la moneda con el oro.
Detengámonos un poco en este punto porque tiene un especial interés.
Cuando un banco empezaba a emitir dinero a mayor ritmo del que aumentaban sus reservas de oro, aumentaba el riesgo de que alguien fuese al banco a cambiar sus billetes y le contestaran: “lo siento, no podemos darle oro a cambio de ese papelito”. Tanto si se suspendía la convertibilidad como si no, el mal trago llegaba después de la guerra. Entonces veían que la cantidad de oro que les quedaba era muy insuficiente para hacer frente a tantos billetes y tenían que “redefinir” a la baja la divisa en términos de oro, o sea, devaluarla. [(Recordemos: devaluación implica que comprar al extranjero es más caro y vender es más barato, se gana menos)]. Precisamente después de una guerra eso era muy amargo porque la prioridad era la reconstrucción. Reconstruir es más difícil cuando comprar materiales de construcción [(y cualquier otro producto)] al extranjero es más caro. Si se volvía a la convertibilidad sin devaluar se arriesgaba a quedarse con sus reservas de oro vacías, o sea, en la bancarrota.
Embarcarse en una guerra, aunque se tuviese las de ganar, era una insensatez, por eso hubo tan pocas en el siglo XIX. O guerra o patrón oro.
Efectivamente, a mediados de la década de 1910 se “sabía” que la Gran Guerra duraría unos pocos meses a lo sumo porque los gobiernos no podrían soportar un estrago mayor contra sus reservas de oro. A excepción de Estados Unidos, que no entró en la guerra hasta que ésta estuvo muy avanzada, todos los países abandonaron el patrón oro para poder hacer frente al inmenso gasto bélico.[...]